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martes, 22 de marzo de 2011

La balada de la chica perdida


Sentía que nadie la rescataba de su tormento. Na’Daye había sufrido toda su vida la crueldad de la guerra. No recordaba nada más. Una vez un médico de la caravana le había mostrado unas imágenes en un portátil. Había oído hablar antes de esos inventos pero jamás los había visto. En la aldea siempre le habían explicado que eran objetos que traía el demonio, no fue hasta que la caravana llegó que no le explicaron qué era en realidad. Al verlo por primera vez supo que había un mundo más allá. Un mundo donde la gente sonreía. Un mundo sin guerra.

Su hermano había perdido una pierna por el impacto de metralla, ahora le llamaban… da igual, ya no le llamaban por su verdadero nombre. Sus padres tenían un buey, siete cabras y ocho gallinas, a menudo tenían que negociar con los vecinos para intercambiar alimento. El intercambio era ora bueno ora malo.

Na’Daye tenía ahora catorce años y hacía cuatro que la habían violado. Los hombres sabios de la caravana les habían dicho a sus padres que era un milagro que hubiera sobrevivido. Ella jamás volvió a confiar en los milagros, si eso había sido un milagro no había motivo alguno para desearlo de nuevo.

Los chacales de la noche llegaban sin avisar. Tomaban por la fuerza y se largaban. A veces se llevaban niñas, a veces niños, a veces ambos… pero nunca… jamás… regresaba ninguno. La gente de la aldea a menudo decía que los chacales se los llevaban para adiestrarlos para su causa, la caravana nunca decía nada, cuando llegaban concentraban sus esfuerzos en esconder todos los medicamentos y alimentos posibles, aunque los chacales siempre lograban llevarse parte del botín. Al parecer eso era lo más importante, ellos decían que habían venido para salvar vidas, pero lo cierto era que Na’Daye no lo comprendía, si habían venido a salvar vidas… ¿por qué no evitaban que se llevaran a los niños? La primera vez que los chacales atacaron estando la caravana en la aldea, los primeros les amenazaron, desde entonces ninguno sufrió a manos del otro, lo único que perdían eran algunos pedazos de pan mohoso y unas cuantas pastillas. De Na’Daye habían tomado su inocencia… Na’Daye los odiaba, a todos.

Un día Na’Daye había ido a llenar el cántaro al río, había tenido que andar cuatro kilómetros para llegar, el sol era abrasador y llegó agotada. Se tendió bajo la sombra de un árbol y se durmió. Soñó con un valle verde y resplandeciente, como el que había visto en las imágenes del portátil. Ella caminaba entre los árboles hasta un lago cercano, al llegar al lugar encontraba a una chica de piel blanca, ojos claros y cabellos blancos. Cantaba una canción triste, muy triste. Dos lágrimas recorrían sus mejillas. Na’Daye no comprendía qué cantaba, no conocía esa extraña lengua, la lengua de los hombres sabios de la caravana, pero sabía que la letra estaba llena de dolor. Ella la miró y le sonrió. Na’Daye le devolvió la sonrisa. Entonces, sin saber por qué, Na’Daye comprendió que la chica se había perdido… y se descubrió llorando con ella porque no había diferencia alguna entre ambas. Na’Daye despertó ensombrecida por la tristeza de su sueño.

De vuelta a casa topó con dos niños que llevaban unas armas, éstos la detuvieron, apenas tenían once años. Ella intentó zafarse pero ellos le ordenaron que se pusiera de rodillas, como tantas veces habían visto hacer a sus mayores. Na’Daye se negó, ellos le profirieron insultos y la zarandearon con violencia hasta hacerla caer. Ella, temerosa de otro milagro, se alzó con violencia extrema y golpeó a uno de ellos, le arrebató el arma y le disparó en la cabeza, el otro intentó dispararla pero su arma tenía el seguro puesto, logró quitarlo pero ya era tarde, Na’Daye le disparó en el vientre, él, como si de un acto reflejo se tratase, disparó su arma y atravesó el pecho de ella.

Na’Daye murió. Segundos antes de extinguirse oyó en su cabeza aquella balada de la chica del lago. Na’Daye era libre al fin. Na’Daye era feliz por primera vez. Na’Daye ya no viviría en un mundo en guerra. Na’Daye estaba muerta… esa era la única manera… la única salida.         

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